Plenario de apertura: 18 de mayo de 2011
UN NUEVO MUNDO ES POSIBLE
Paul Oestreicher
Dedico este grito por el fin de la guerra a la memoria de Elizabeth Salter, pacificadora, cuáquera, al servicio durante toda su vida del Movimiento Ecuménico, miembro del personal del Consejo Mundial de Iglesias y promotora del Decenio para Superar la Violencia, y, por ende, de esta Convocatoria.
De dondequiera que ustedes vengan, cualquiera que sea la tradición de su iglesia, sean ustedes ortodoxos, católicos, protestantes o carismáticos, evangélicos libres o liberales, conservadores o radicales, todos nosotros hemos venido aquí porque deseamos ser amigos de Jesús, rabino, profeta y más aún que profeta. A cada uno de nosotros nos dice: ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando…Esto, pues, es lo que les mando: que se amen unos a otros como yo los he amado. ¿Alguien en algún lugar está excluido de ese amor? Aquí está la respuesta que Jesús dio a sus amigos: Ustedes han oído que se dijo: 'Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo’. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, y oren por quienes los persiguen.
Así fue como habló, vivió y murió el Hombre en quien vemos la faz de Dios. Cuando sus enemigos lo estaban matando, oró por ellos para que el Padre los perdonase. Jesús no solo nos habla a cada uno de nosotros personalmente, sino que se dirige al pueblo de Dios como a una comunidad santa. Los profetas de Israel hablaron a su nación, y con frecuencia la nación no quiso escucharlos.
Reunidos en Kingston de todos los rincones de la tierra, Jesús nos habla ahora, a todos nosotros, pequeña muestra representativa de su pueblo santificado. ¿Queremos escucharlo? La experiencia del pasado sugiere que no queremos. La mayoría de nuestros teólogos, pastores y asambleas, ortodoxos, católicos y protestantes, desde la época del Emperador Constantino en el siglo III, se han inclinado ante el Imperio y la nación, en lugar de hacerlo ante la nueva humanidad a la que nacemos. Hemos hecho un pacto con César, con el poder, el mismo pacto que los primeros cristianos llamaron idolatría. Debido a que el gobernador recién convertido declaró que ese era nuestro deber, permitimos con toda conciencia que se mataran a los enemigos del emperador, y lo hicimos con palabras de Jesús en nuestros labios.
Bajo el signo de la Cruz, las naciones cristianas han conquistado y matado niños del Islam. En 1914, mi padre alemán fue a la Guerra con las palabras “Dios con nosotros” grabadas en la hebilla de su cinturón. Los soldados británicos a los que debía matar, habiendo recibido formación para hacerlo, no tenían duda alguna de que el mismo Dios estaba de su lado. Cuando, en 1945, despegó un bombardero cargado con la primera arma nuclear, una única bomba que logró matar a cien mil mujeres, niños y hombres en la ciudad de Hiroshima, se acompañó a la tripulación con oraciones cristianas. Los memoriales de guerra en las catedrales y ciudades de la cristiandad dan testimonio de que nosotros, como nuestros hermanos y hermanas del Islam, consideramos que quienes han muerto en las batallas por las naciones tienen garantizado su lugar en el cielo, y, actualmente, entre ellos, se cuentan a los que vienen en los ataúdes de Afganistán envueltos en la bandera de barras y estrellas ‘sagradas’.
A menos que cambiemos, a menos que la iglesia decida ir hacia los márgenes, y llegar a ser una sociedad alternativa que dice incondicionalmente no a la guerra, no al asesinato colectivo que declare justo toda nación o tribu sitiada, toda alianza de guerra, todo movimiento de liberación violento, toda causa fundamentalista, y, ahora, la guerra contra el terrorismo; hasta que no tiremos al basurero de la historia esa justificación de la guerra, esa teología de la ‘guerra justa’, hasta que no lo hagamos, habremos desperdiciado la contribución ética única que la enseñanza de Jesús puede aportar a los sobrevivientes de la humanidad y al triunfo de la misericordia.
Les recomiendo la lectura de la muy importante Carta de Compasión de Karen Armstrong. El profeta hindú Mahatma Gandhi pensaba que el cristianismo podría ser una buena idea, si los cristianos la aplicaran. Si mostráramos compasión por aquellos respecto de los cuales tenemos buenas razones de temer, el nuevo mundo que Jesús llamó el Reino estaría algo más cerca. Es algo que está en nuestras manos, que es posible. Albert Schweitzer, en su filosofía de la civilización llamó simplemente a esa actitud: la reverencia ante la vida.
Esta Convocatoria aún no será el Concilio Cristiano Universal por la Paz con el que soñaba Dietrich Bonhoeffer, mucho antes de que los obedientes funcionarios de Hitler lo ahorcaran. Pero podremos ayudar a allanar el camino de ese Concilio, un concilio que hable con la autoridad de toda la Iglesia si estamos dispuestos a decir aquí y ahora en Kingston que es imposible amar a nuestros enemigos y matarlos, es imposible reverenciar la vida y estar en connivencia con el complejo industrial-militar, la máquina de muerte que con rapacidad consume niveles de riqueza que están fuera del alcance de nuestra imaginación matemática.
La guerra y el comercio armamentos que la alimenta no pueden hacer que la vida de los habitantes de nuestro pequeño planeta sea más justa ni más segura. No se trata únicamente de que todos los bandos cometen crímenes sea cual sea la guerra. La guerra es en sí el crimen. Su mera preparación consume a nivel mundial cien veces más recursos de los que se necesitarían para proporcionar agua limpia a todos los niños de este planeta. Incluso antes de que se comiencen a utilizar las últimas perversiones de la ciencia y la tecnología por su poder mortífero, miles de niños mueren injustificadamente por falta de agua limpia.
Jesús no fue un soñador idealista. Fue y seguirá siendo el realista supremo. La supervivencia de nuestro planeta exige nada más ni nada menos que la abolición de la guerra. Albert Einstein, el gran físico y humanista, ya lo sabía a comienzos del último siglo. Y lo solía repetir con una claridad y credibilidad que pocos cristianos pacifistas han logrado.
La abolición de la guerra es posible. Es tan posible como lo fue la abolición de la esclavitud, que aún yerra como un fantasma en la historia de Jamaica. Wilberforce y sus amigos evangélicos que hicieron campaña para ponerle fin, fueron tildados de soñadores irrealistas. Ciertamente, la esclavitud formó parte de nuestro ADN, y se consideró necesaria para la supervivencia económica de cada sociedad. Las iglesias estaban metidas hasta el cuello en el mantenimiento de la esclavitud, los obispos de la Iglesia de Inglaterra unánimemente la defendieron. Del mismo modo, muchos cristianos están atados a una sociedad que no puede dejar atrás el culto del buen soldado o incluso del santo guerrero. Wilberforce y sus resueltos amigos triunfaron contra los obstáculos de todo tipo. La esclavitud pasó a ser ilegal. Sus defensores debilitados. Es necesario que este sea el destino de la guerra. Si las iglesias del mundo no logran comprometerse en una campaña de esa índole, no tendremos nada que decir que tenga una importancia sin par sobre el tema de la paz del mundo. .
¿Cuáles son nuestras posibilidades de ganar esta batalla? Algunos dirán: la esclavitud, la explotación, el tráfico de seres humanos aún continúan. Es verdad, pero es universalmente reconocido que son inmorales e ilegales. La aprobación de una legislación para abolir la guerra no eliminará inmediatamente la violencia armada. Lo que se logrará es que quede absolutamente claro que resolver los conflictos por medios militares es ilegal, y sus autores serán juzgados por la Corte Internacional de Justicia y condenados.
¿Hemos de continuar presos de principados y poderes, o hemos de luchar contra ellos y entrar así en la gloriosa libertad de los hijos de Dios?
Esta lucha, si sabemos aprovechar la oportunidad que se nos presenta, será por lo menos tan difícil como la que libró Wilberforce. La devoción y el respeto por la tradición militar de cada nación siguen sin menoscabo en la iglesia y en el Estado. El célebre aforismo romano: si vis pacem, para bellum, si quieres la paz, prepara la guerra, sigue prevaleciendo. Es una convincente mentira. Sin embargo, quienes creen en ese aforismo no son ni estúpidos ni malvados. Ahora bien, la historia nos enseña que si nos preparamos para la guerra lo que obtenemos en definitiva es eso: la guerra. Jesús lo dijo con suma sencillez: Porque todos los que pelean con la espada, también a espada morirán.
Si no aprendemos a resolver nuestros conflictos – y conflictos siempre tendremos – si no aprendemos a resolverlos sin una violencia militarizada, los hijos de nuestros hijos ya no tendrán futuro. Amar a quienes nos amenazan, cuidar del bienestar de aquellos a quienes tenemos miedo, no es solo un signo de madurez espiritual, sino también de sabiduría. Es un egoísmo lúcido. Los estrategas militares percibieron esto cuando hablaron, durante la Guerra Fría, de la seguridad común. Si mi enemigo en potencia no tiene razones de temerme, yo también estoy más seguro.
Así pues, es hora de que se tomen en serio las voces aún débiles de las iglesias tradicionalmente pacifistas, hasta ahora respetadas, pero ignoradas. Esta es la principal razón por la que, en mi calidad de sacerdote anglicano, opté por ser cuáquero, miembro de la Sociedad Religiosa de los Amigos. La historia de los cuáqueros, que suele ser una historia de sufrimiento, da testimonio de la perspectiva bíblica según la cual el amor expulsa el miedo.
Así pues, queridos amigos de Jesús, ¿acaso podemos estar de acuerdo en Kingston con el programa de trabajo para el día cuando la mayoría de los seres humanos comienza a considerar la violencia colectiva, la guerra, de la misma manera que los asesinatos individuales?
Actualmente, la mayoría de nuestros prójimos consideran la guerra, una vez comenzada, como honrosa, probablemente necesaria, y, a veces, laudable. El lenguaje oculta la cruel y sangrienta realidad. Se dice que los héroes sacrifican su vida por la nación. En realidad, reciben formación para permanecer vivos siempre que sea posible y para matar a los ciudadanos de otras naciones. Se nos dice que los ejércitos existen para proteger a nuestras mujeres y niños. En la vida real, las mujeres y los niños son las primeras víctimas de la guerra y, actualmente, las víctimas más numerosas.
Cuando – como ocurrió hace pocas semanas en Inglaterra – un príncipe heredero de la corona se casa en una catedral cristiana, se espera que vistan un atuendo militar de gala. Esos símbolos son muy potentes. Y son la medida de nuestro problema. Incluso cuando el Papa visita un Estado, es recibido como cualquier jefe de Estado, por soldados con bayonetas caladas que están destinadas a matar, en lugar ser recibido por niños con flores en las manos. Su Santidad acepta los rituales militares, como hacen prácticamente todas nuestras iglesias. ¿Podemos aunque más no sea dejar constancia de este absurdo?
Nos sentimos a gusto con los capellanes militares en medio de hombres y mujeres que reciben formación para matar. Si fueran una presencia profética que planteara preguntas, hubieran socavado la cohesión y la moral de las que los ejércitos dependen. Se los acoge con satisfacción porque refuerzan la moral de las tropas. Los impuestos que pago, aunque intenté sin éxito una vez no hacerlo, ayudan a financiar los submarinos Trident de Gran Bretaña. Los marinos que los tripulan no tienen derecho a desobedecer las órdenes de cometer un genocidio, si fueran dadas, como puede ocurrir, por un primer ministro británico. Están condicionados a hacer lo impensable en mi nombre.
De aquí a poco, ustedes no tendrán duda alguna de que esta Convocatoria tiene como objetivo examinar la necesidad de una paz justa. Y me imagino que es eso lo que nos ha traído aquí. Sin embargo, hablar de una paz más justa estaría más cerca de la verdad. La lucha por una mayor justicia seguirá siendo una tarea importante para cada generación, mientras exista la sociedad humana. Nuestra fe, nuestra humanidad común, nuestro amor unos por otros nos obligan a esa lucha. Sin embargo, nunca debemos dar paso, como lamentablemente hacen algunos cristianos, al supuesto erróneo de que “hasta que no haya una justicia perfecta, no podrá haber paz”. Por el contrario, la paz, el rechazo de la violencia colectiva, es una condición previa del mundo de mañana que siempre necesitará ser más justo. El matarse unos a otros no hace más que amenazar esa tarea. Oponerse al mal con violencia es expulsar el diablo con Belzebuth. Y eso no es la solución.
No me hago ilusiones. El precio a pagar por la resistencia noviolenta al mal es tan elevado que no se puede exigir a cualquier soldado que lo pague. La resistencia noviolenta al mal nunca puede ser una solución precipitada. Requiere un largo sufrimiento y paciencia. Será la expresión viva del nuevo mundo que todavía no ha llegado.
El Ploughshares Movement (Movimiento de rejas del arado) es un ejemplo de acción directa noviolenta contra los símbolos de las guerras modernas. Al igual que los hermanos Berrigan en la época de la Guerra de Vietnam, esos opositores pacíficos están preparados para infringir leyes que protegen los arsenales de violencia. Los tribunales pueden absolverlos o enviarlos a la cárcel. La suerte de Jesús fue aún peor, fue funesta. Cuando dio vuelta las mesas de los mercaderes corruptos con gran enojo en el patio del Templo, impugnando la codicia en connivencia con el poder sacerdotal, algo parecido a la cultura de las bonificaciones del sistema bancario corrupto del día de hoy, ¿qué vida puso Jesús en peligro en esa demostración personal? Únicamente la suya. Entonces, es absurdo que muchos cristianos utilicen este ejemplo de ira legítima para justificar la violencia de la guerra, cuando, de hecho, demuestra exactamente lo contrario.
Lo que he expuesto ante ustedes con escueta sencillez, es en realidad profundamente complejo. Habiendo pasado mi vida estudiando política, no creo que haya lugar alguno para la buena conciencia pacifista. No he venido a Kingston para demonizar a quienes han hecho la opción militar. Son parte de nosotros, son la mayoría y nosotros unos pocos. Tenemos que encontrar la forma de recuperarlos para la lucha pacífica. Los críticos de la noviolencia radical no son ni tontos ni bellacos. Tenemos que responderles con sabiduría y paciencia. Y plantearán con razón muchas preguntas serias a pacifistas como yo: por ejemplo, ¿cómo pueden respetarse la ley y el orden a nivel mundial sin que haya naciones fuertemente armadas? A este respecto ya tenemos buenas noticias. Habida cuenta de la historia del último siglo de violencia sin precedentes, el derecho internacional está allanando el terreno para auténticas alternativas.
En teoría, la guerra ya ha sido declarada ilegal. Existen tribunales que condenan no solo los crímenes cometidos durante la guerra, sino los crímenes de guerra en sí. Sin embargo, ¿cómo se han de respetar las leyes de la paz? Es a ese respecto, a la observancia de esas leyes, que aún se tiene poca experiencia. Sin embargo, algo de experiencia tenemos. Cuando se forma a los soldados bajo el mando de las Naciones Unidas, como a la policía en nuestras calles, para que no maten a los enemigos, y que impidan o pongan fin a los conflictos, estamos en camino hacia el nuevo mundo. La gran mayoría de las fuerzas armadas de Nueva Zelandia, mi segunda patria, ya participan en el Pacífico como pacificadores, y están orgullosos de serlo. La violencia en sí es su principal enemigo. Podemos mencionar como buena noticia la experiencia de una masa crítica de personas que optan por la paz, desarmadas, generalmente jóvenes, de Leipzig a El Cairo y más allá, que derrocan a los tiranos. Que ‘el amor es más fuerte que el odio’, como suele recordarnos Desmond Tutu, es una verdad tanto política como espiritual.
Cuando a la disciplina aún muy nueva de los Estudios sobre la paz se le den los mismos recursos en las universidades del mundo que a los estudios sobre la seguridad y a la fabricación de sistemas de armamentos, habremos hecho un avance efectivo. Cuando se dé a las mujeres, violadas y objeto de abusos en todas las guerras, igualdad de condiciones acerca de cómo organizar nuestras vidas, habremos avanzado aún más. Y como ahora se reclutan mujeres para el ejército, pensamos que ellas serán capaces de transformar sus tradiciones rígidamente patriarcales.
Lo más difícil de todo, es que la paz exigirá que se destrone el complejo industrial-militar. Dwight Eisenhower, comandante supremo estadounidense de la Segunda Guerra Mundial, y después Presidente, alertó al pueblo de ese país, poco antes de morir, sobre el poder insidioso de la guerra, y aunque fue una percepción tardía no es aún demasiado tarde. Esa paz exige un replanteamiento sísmico a nivel mundial. Deberán participar todas las disciplinas: derecho, política, relaciones internacionales y económicas, sociología, estudios de género, psicología social y personal, y, por último, aunque no menos importante para nosotros, la teología, o sea la forma de interpretar la voluntad de Dios.
Siempre subsistirá una tensión dialéctica entre la lucha por la justicia, y la necesidad de mantener la lucha pacífica. Ahora sabemos además que ese nuevo mundo también dependerá de nuestra voluntad y de nuestra capacidad de preservar y proteger el medio ambiente natural del que formamos parte. La guerra profana y saquea la naturaleza, y dilapida sus valiosos recursos.
Un sí a la vida significa un no a la guerra. Hombres humildes que pueden preciarse de no haber recibido ningún premio Nobel han preparado el terreno. En medio del fervor patriótico, han dicho simplemente no. Permítanme que les cuente la historia de dos valientes sabios agricultores.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Franz Jägerstätter desafió la orden de Hitler de que empuñara las armas. ‘Jesús me lo prohíbe’ dijo. Su ‘no’ lo llevó directamente a la prisión. Un católico devoto, su Obispo, fue a visitarlo y le dijo: ‘Franz, si tú persistes en tu negativa, serás ejecutado. No puedes hacerles eso a tu mujer y a tus hijos’. Franz respondió: Señor obispo ¿quiere usted que mate a los maridos y padres rusos? Franz fue ejecutado en 1944. Su mujer Franziska permaneció con él hasta el final. Franz fue prácticamente repudiado por su Iglesia. Dos generaciones más tarde, un papa alemán lo beatificó.
Archibald Baxter era agricultor en Nueva Zelandia durante la Primera Guerra Mundial. No pertenecía a ninguna iglesia, pero había leído con atención el Nuevo Testamento. En 1917, se negó a servir en el ejército. Lo llevaron por la fuerza hasta las trincheras en Francia, lo torturaron y casi lo mataron, haciendo todo lo posible por quebrar su voluntad. Fracasaron. No había recibido ninguna educación escolar, pero su autobiografía es un clásico de la literatura sobre la paz. En defensa de su negativa de matar, Baxter replicó a sus críticos: ‘La única victoria duradera que podemos lograr sobre nuestros enemigos, es hacer de ellos nuestros amigos’.
KYRIE ELEISON CHRISTI ELEISON KYRIE ELEISON